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¿Existe realmente el libre albedrío?



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A veces, cuando intento hablar sobre la existencia del libre albedrío, noto algo que me llama mucho la atención.


Incluso antes de ponernos de acuerdo sobre qué significa exactamente el libre albedrío, las personas ya reaccionan a la pregunta. Aparece curiosidad, a veces resistencia, a veces una especie de tensión interna difícil de explicar. Lo entiendo. La idea del libre albedrío toca algo muy íntimo. Toca la imagen que tenemos de nosotros mismos, nuestra relación con la responsabilidad, la culpa, el mérito y el control.


Por eso no me interesa empezar con conclusiones. Prefiero ir más despacio y mirar cómo esta pregunta se vive en la experiencia cotidiana. Las reacciones aparecen incluso antes de que sepamos por qué. Curiosidad, resistencia, una contracción interna. Eso, por sí solo, ya me dice que estamos tocando algo central. Así que antes de entrar en ideas grandes o conceptos complejos, quiero quedarme aquí y hacer una pregunta muy simple: ¿qué queremos decir realmente cuando decimos que tenemos libre albedrío?


Cuando alguien se enfrenta a la pregunta “¿Existe realmente el libre albedrío?”, muchas veces el miedo aparece antes que la comprensión. Surge una sensación inmediata de que, si la respuesta fuera no, algo esencial se derrumbaría. Como si nos volviéramos animales, piedras u objetos sin importancia. Como si dejáramos de contar. Como si nuestros esfuerzos perdieran sentido, nuestra individualidad se diluyera y cualquier sensación de ser especiales o superiores desapareciera.


Junto a eso, aparece con frecuencia el miedo a no tener control. Y la mayoría de los seres humanos detestan la idea de no estar en control. El control se siente como seguridad, como orientación, como una prueba de que existimos y de que importamos. Cuando ese control se ve amenazado, la reacción puede ser intensa. Se vive como una pérdida de importancia personal, y eso no es fácil de aceptar.


Esa reacción ya muestra cuán profundamente ligada está la idea del libre albedrío al ego: a nuestra necesidad de control, de significado, de sentirnos los autores de nuestra vida. Quiero aclarar algo, sin embargo. No me interesa negar la acción ni negar la responsabilidad. Lo que me interesa es observar con honestidad cómo ocurre realmente el acto de elegir en la experiencia vivida.


Esta comprensión no me llegó a través de teorías. Nació de observar mi propia vida con atención, de ver cómo las cosas se mueven y se despliegan en la práctica, más allá de cómo se supone que deberían suceder. Y siendo honesta, yo no elegí estar aquí en el sentido en que solemos entender la palabra elegir.


No elegí a mis padres. No elegí mi cuerpo ni mi temperamento. No elegí el país donde nací, ni la atmósfera emocional de mi hogar, ni las creencias que flotaban a mi alrededor cuando era niña. No elegí los miedos ni las esperanzas de quienes me criaron.


Incluso antes de tener palabras, mi sistema nervioso ya se estaba formando. Ya respondía a lo que lo rodeaba. Mi manera de sentir el mundo tomaba forma mucho antes de que existiera una idea clara de “yo” como alguien capaz de decidir. Y la vida siguió su curso.


No elegí a mis ancestros ni lo que atravesaron. No elegí lo que transmitieron a través de sus cuerpos y sus historias. No elegí lo que me resultaba familiar ni lo que no. No elegí las preguntas que comenzaron a vivir dentro de mí.


Incluso mi interés por la espiritualidad, el sentido y la comprensión nunca se sintió como un logro personal. Se sentía más bien como algo que ya estaba ahí, algo que creció porque las condiciones lo permitieron. Otras personas pueden crecer en la misma cultura o religión y no sentir nada parecido, y no puedo decir honestamente que sea porque eligieron distinto. Es porque algo diferente se estaba moviendo a través de ellas.


Por eso entiendo perfectamente por qué hablamos de libre albedrío. Desde dentro, la sensación de elegir es muy real. Me siento eligiendo qué decir, qué escribir, qué hacer a continuación. Esa sensación es muy convincente. Da la impresión de ser la autora, de tener el control, como si estuviera fuera de la vida dirigiéndola.


No estoy negando esa experiencia. Lo que me interesa es mirar un paso más allá y observar cómo se forma esa sensación de elección. Cuando me detengo y observo con atención, no me veo creando la voluntad en sí. Lo que veo son impulsos, deseos, miedos, intereses, tendencias que aparecen.


Esos intereses no llegaron porque yo los eligiera conscientemente. Simplemente surgieron. La curiosidad se movió en cierta dirección antes de que yo pudiera decidir nada. Incluso la ciencia apunta en esa dirección. Las neurociencias han observado que los pensamientos y las decisiones comienzan a formarse en el cerebro antes de que seamos conscientes de ellos. Cuando digo “yo elegí”, algo ya llevaba tiempo en movimiento. La sensación de elección llega después del impulso.


Y cuando miro con más honestidad todavía, veo que incluso mi resistencia no fue elegida. La duda, la vacilación, el evitar algo, también surgieron por sí solos. La resistencia aparece y luego la acción sigue, del mismo modo que el deseo aparece y se expresa.


Hay una frase que se quedó conmigo porque describía exactamente lo que ya estaba observando: “Puedo hacer lo que quiero, pero no puedo querer lo que quiero”. Arthur Schopenhauer lo expresó así. Cuando la leí por primera vez, no me pareció algo abstracto. Fue como si alguien pusiera en palabras algo muy evidente.


Puedo elegir entre acciones. Puedo actuar a partir de un deseo. Pero no elijo qué deseo aparece. No decido cuáles impulsos voy a tener. Llegan, y luego respondo.


Cuando la atención se dirige a observar lo que surge, en lugar de asumir que soy la autora de todo, algo muy simple se vuelve claro. Los pensamientos aparecen. Las preferencias se forman. Los impulsos, las resistencias, los movimientos internos surgen solos. Y cuando realmente observo, no encuentro ningún momento en el que yo haya elegido que aparecieran. Ya estaban ahí.


Las cosas se mueven. Hay respuestas. Se dicen palabras. Las acciones se despliegan. El problema no es que no pase nada. El verdadero desafío es darse cuenta de que lo que pasa ya es una respuesta a algo que apareció antes de que yo estuviera “ahí” para elegirlo.


Esta es la parte que puede resultar amenazante. Porque si no soy la autora de lo que surge, entonces ¿quién soy? ¿Dónde queda mi identidad? ¿Qué pasa con la sensación de ser alguien que controla? Ahí es donde vive la lucha: no en el movimiento de la vida, sino en reconocer que la vida ya estaba en movimiento antes de que me atribuyera la autoría.


Mucho antes de Schopenhauer, Spinoza ya señalaba algo similar. Observó que las personas se creen libres porque son conscientes de sus deseos, pero desconocen las causas que los determinan. Otro lenguaje, otra época, la misma intuición: la conciencia llega después de la causalidad.


Aquí es donde la cuestión del libre albedrío se vuelve muy precisa para mí. No se trata de si actuamos o no. Claro que actuamos. Se trata de la autoría. Cuando observo con atención, no encuentro un momento en el que me sitúe fuera de mi experiencia para decidir libremente qué deseo va a surgir. Veo deseos apareciendo, intereses formándose, miedos activándose, y luego elecciones que siguen a todo eso.


En ese sentido, podemos actuar, pero no somos los autores de la voluntad como nos gusta creer. Comprender esto cambia profundamente mi relación con la responsabilidad. Sé que esto incomoda a muchas personas porque puede parecer una excusa, pero no es así como lo vivo.


Cuando veo las causas con mayor claridad, no me importa menos el daño; me importa más. Simplemente dejo de reducir todo a la culpa y a la superioridad moral. Comprender las causas no elimina la responsabilidad; la transforma. La vuelve funcional en lugar de moralizante.


Seguimos protegiendo. Seguimos interviniendo. Seguimos diciendo no al daño. Pero lo hacemos sin la ilusión de que las personas aparecen de la nada, completamente formadas, como autoras absolutas de cada consecuencia.


Esta forma de ver también cambia mi relación con el esfuerzo. Nos enseñan que el esfuerzo lo es todo: empuja más, intenta más, corrígete constantemente. Y el esfuerzo tiene su lugar. Pero empecé a notar cuánta sufrimiento nace del esfuerzo que lucha contra lo que ya está ocurriendo.


Cuando el estrés aparece y agrego “no debería sentirme así”, el sufrimiento se duplica. Cuando simplemente noto “esto está aquí ahora”, algo se afloja. El tráfico no desaparece. La emoción no se va. Pero la capa adicional de lucha cae.


A eso me refiero con no-esfuerzo. No es pasividad ni evitación. Es el fin de la pelea interna.


Y poco a poco, de manera natural, esta comprensión se abre a algo más. No como una idea, sino como una consecuencia vivida. La vida ya no necesita ser gestionada del mismo modo. La experiencia puede desplegarse sin ser corregida constantemente.


El miedo aparece y lo observo. La tristeza aparece y la dejo sentirse. Incluso la resistencia es bienvenida. Reducir el sufrimiento no significa eliminar el dolor; significa no añadirle una lucha innecesaria.


También se vuelve evidente hasta qué punto la humanidad se ha creído superior gracias al pensamiento. Tomamos la mente pensante como prueba de estar por encima del resto de la existencia y, paradójicamente, nos volvimos esclavos de ella.


Cuando la idea de autor se suaviza, otra inteligencia se hace visible. El corazón late. El cuerpo se repara. Las comprensiones llegan. La vida se organiza. El ser humano no está fuera de ese flujo. Y al soltar el control, se vuelve accesible más inteligencia, no menos.


Con el tiempo aparece una confianza silenciosa. No una creencia. No optimismo. Una confianza que nace de ver cuánta sufrimiento genera el control.


También entiendo por qué esto no resuena con todo el mundo. Las ideas nos encuentran cuando tienen que encontrarnos. Escribir así no es un intento de convencer, sino un acto de alineación.


Hay además un ejemplo muy simple y cotidiano que lo hace aún más claro para mí. Aparece una situación en mi vida —algo inesperado, algo que pide una respuesta. Yo no elegí la situación. Luego, casi de inmediato, surge un pensamiento que sugiere qué hacer. Ese pensamiento aparece antes de que yo sea consciente de él. Después quizás surge una emoción —miedo, duda, vacilación. Yo tampoco elegí esa emoción. Aparece, moldeada por mi pasado, por cómo fui criada, por lo que mi sistema nervioso reconoce como seguro o amenazante. Luego aparece otro pensamiento en respuesta a esa emoción. Empiezo a comparar, a dudar, a analizar. Desde dentro, se siente como si estuviera eligiendo. Pero cuando observo con atención, veo que la situación, el pensamiento inicial, la emoción, la duda y hasta el análisis surgieron por sí solos. No elegí la situación. No elegí el miedo. No elegí la duda. No elegí el pensamiento. Todo ocurrió a través de mí. La sensación de elección llegó después, creando la ilusión de que yo había sido la autora de todo el proceso.


Y también entiendo que incluso escribir este texto no fue realmente una elección en el sentido antiguo. Llegó cuando llegó. Apareció el deseo de escribir. Llegaron las ideas. Las sentí organizarse, pidiendo ser expresadas. Seguí ese movimiento. Escribí. Y ahora está aquí.


Para mí. Para alguien más. O quizá para nadie. Y siento gratitud. Claridad. Una alegría tranquila. No se siente mal. Se siente honesto.


Vivir así —en el flujo más que en el control— me parece profundo y hermoso. Así es como quiero vivir, tanto como me sea posible.


No ofrezco conclusiones. Comparto cómo se me presentan las cosas ahora. Si algo resuena, cada quien puede mirar por sí mismo.


Y quizá dejar la pregunta abierta:


¿Existe realmente el libre albedrío?


Por Katiana

 
 
 

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