La mayoría de nosotros vivimos como si estuviéramos dormidos. Nos despertamos cada mañana, seguimos nuestras rutinas, perseguimos aquello que creemos necesitar, reaccionamos ante el mundo que nos rodea y luego volvemos a dormir—para repetir el ciclo una y otra vez. Pero, ¿estamos realmente despiertos? ¿Vemos quiénes somos en realidad?

La verdad es que la mayor parte de la humanidad vive en un estado de inconsciencia, de profundo sueño del alma. Estamos atrapados en nuestras creencias, en nuestras historias, en nuestros miedos y deseos. Sin embargo, algunos de nosotros hemos comenzado a despertar. ¿Y qué significa despertar? Significa ver más allá de las ilusiones, más allá de las apariencias, más allá de la identidad que nos han impuesto. Significa recordar.
Pero despertar no es un proceso fácil. No es suave ni cómodo. Nos sacude. Desmorona las estructuras en las que nos hemos refugiado para sentirnos seguros. ¿Por qué? Porque la comodidad no nos impulsa a cambiar. Cuando estamos en nuestra zona de confort, nos estancamos. Permanecemos en el mismo lugar. Pero el crecimiento, la transformación, exigen movimiento, y ese movimiento muchas veces nace del dolor.
Para la mayoría de nosotros, el sufrimiento es el gran maestro. Es la alarma que nos saca de nuestro letargo. Cuando todo marcha bien, cuando nos sentimos seguros en nuestro pequeño mundo, no hay urgencia de buscar más allá. Pero cuando el sufrimiento llega—cuando perdemos a alguien, cuando nos traicionan, cuando la enfermedad toca nuestra puerta—de repente, empezamos a hacernos preguntas más profundas. De repente, sentimos la necesidad de buscar respuestas.
De alguna manera, somos como la mariposa dentro del capullo. Parece que lucha, que se esfuerza por salir, que batalla contra sus propios límites. Pero esa lucha es necesaria. Si alguien intentara ayudarla, abriendo el capullo antes de tiempo, la mariposa no sobreviviría. No tendría la fuerza para volar. Lo que parece un sufrimiento es, en realidad, lo que la prepara para vivir.
Y lo mismo nos sucede a nosotros. Nuestras dificultades nos dan las alas que necesitamos para elevarnos. Nos despojan de las ilusiones, de las falsas identidades, de las limitaciones que nos han mantenido pequeños. Nos obligan a expandirnos, a ir más allá de la versión reducida de nosotros mismos que hemos creído ser.
Algunas personas despiertan con pequeños desafíos. Un momento de tristeza, una revelación, una sensación de que hay algo más. Pero para muchas otras, el despertar requiere algo más profundo—algo que sacuda los cimientos de su ser. La noche oscura del alma. Ese estado en el que todo se derrumba. Donde nos sentimos perdidos, abandonados, completamente destruidos. Pero es en esa oscuridad, en ese dolor insoportable, donde se abren las puertas más grandes.
Así que, lo que al principio parecía una maldición—el sufrimiento, la pérdida—en realidad es una bendición disfrazada. Es una invitación a algo más grande. Es la mano de lo divino, no para hundirnos, sino para levantarnos, para empujarnos a recordar.
Estamos en medio de un gran despertar, no solo como individuos, sino como humanidad. Algunos de nosotros estamos dando los primeros pasos. Otros, que han recorrido ya el camino, extienden sus manos para ayudar a los que apenas comienzan. Así ha sido siempre. Y a medida que cada uno de nosotros despierta, despertamos al mundo.
Entonces, ¿por qué nos suceden cosas difíciles? Porque estamos siendo llamados. Porque se nos está invitando a recordar. Porque estamos siendo preparados para algo mucho más grande de lo que jamás imaginamos.
El dolor no es el enemigo. La lucha no es el enemigo. Son las fuerzas que nos moldean, que nos refinan, que nos hacen fuertes.
Y un día, miraremos hacia atrás y nos daremos cuenta de que cada sufrimiento, cada corazón roto, cada momento en el que creímos no poder continuar—en realidad fue una bendición. Fue la vida despertándonos. Fue el amor llamándonos de vuelta a casa.
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