Vivimos en un mundo tejido de debería—Debería ser paciente. Debería ser una buena madre. Debería estar siempre para los demás. Debería meditar/orar más. Debería comer mejor. Debería estar en excelente forma.
Estos debería nos susurran constantemente, moldeando nuestras acciones, emociones e incluso nuestra percepción de nosotros mismos. Nos guían, nos dan dirección y, en muchos casos, nos llevan al crecimiento. Dejemos algo claro—estos condicionamientos no son malos. No hay nada de malo en ser amable, responsable, presente o disciplinado. Muchos de estos debería nos traen alegría, propósito y satisfacción.
Pero aquí es donde nos perdemos: no solo adoptamos estos debería como posibilidades—inconscientemente creamos una versión ideal de nosotros mismos, una versión que debería cumplir con estas expectativas de manera impecable.
¿Y de dónde viene esa versión?
Viene del niño interior.

Para un niño, ser amado es estar a salvo. Desde pequeños, observamos el mundo a nuestro alrededor, aprendiendo qué era aprobado, qué era aceptado, qué nos hacía sentir seguros. Y en esa inocencia, tomamos decisiones—decisiones inconscientes y profundamente arraigadas.
Decidimos:Si siempre soy amable, seré amado. Si tengo éxito, estaré seguro. Si nunca decepciono, perteneceré.
Creamos un mapa interno de cómo existir en el mundo, creyendo que, si lo seguíamos, estaríamos protegidos. Y como nadie nos dijo lo contrario, confundimos ese mapa con nuestra identidad.
Pero la perfección no es algo fijo; es fluida, cambia constantemente, es diferente para cada persona y es imposible de definir con nuestra mente humana. Es un concepto abstracto y cambiante, algo que nunca podemos ver con claridad ni alcanzar completamente.
Y, sin embargo, pasamos nuestra vida tratando de encajar en el estándar imposible que una versión mucho más joven de nosotros mismos creó—desde el miedo, desde el anhelo, desde la simple y natural necesidad de ser amados.
Nos aferramos tanto a estos debería que llegamos a creer que nuestra felicidad, nuestro valor o incluso nuestra capacidad de ser amados depende de cumplirlos. Y como esta versión de perfección en realidad no existe, terminamos en un estado constante de autoexigencia y frustración.
Cuando inevitablemente no logramos cumplir con esos estándares—cuando perdemos la paciencia, cuando no hacemos ejercicio, cuando necesitamos espacio en lugar de estar siempre para los demás—¿qué sucede? En lugar de aceptar nuestra humanidad, nos rechazamos. Sentimos que no somos suficientes. Y si no somos suficientes, tememos perder el amor de los demás, nos sentimos inseguros, ansiosos o con la sensación de que algo terrible va a ocurrir.
Y aquí está la trampa más sutil: creemos tanto en estos debería que nos volvemos inconscientes de ellos. No los vemos como algo que adoptamos—creemos que son nuestra identidad. Nos volvemos ciegos al hecho de que son solo pensamientos condicionados, solo construcciones mentales. Y en esa ceguera, nos quedamos atrapados en las sombras de nuestra propia mente, intentando constantemente alcanzar una ilusión que nunca podremos alcanzar del todo.
Pero aquí está el cambio: ¿y si simplemente notáramos estos debería? No como algo que hay que arreglar, ni como algo malo, sino simplemente como algo que ver.
Porque cuando los vemos con claridad, sucede algo profundo: nos damos cuenta de que no somos ellos.
Si puedes observar tus debería, entonces, ¿quién es el que los está observando?
¿Son realmente parte de ti? ¿O son solo el eco del condicionamiento—las creencias heredadas de tu crianza, tu cultura, tu religión, tu escuela, la manera en que tus padres, hermanos y amigos te trataron? ¿Son patrones formados por experiencias, heridas o mecanismos de supervivencia que alguna vez te protegieron?
Y volvamos a aclararlo—el condicionamiento en sí mismo no es el problema.
Ser una buena madre es una de las expresiones más elevadas del amor. Pero cuando nos aferramos tanto a esa identidad que nos rechazamos por no cumplir siempre nuestras propias expectativas inalcanzables, sin darnos cuenta nos mantenemos atrapados en un ciclo de autojuicio. Confundimos la idea de ser una buena madre con una perfección que nunca podremos alcanzar, y cuando inevitablemente fallamos, sufrimos.
Y esto no solo nos afecta a nosotros—también lo proyectamos en los demás. Así como nos juzgamos a nosotros mismos, juzgamos a quienes no cumplen con esos mismos debería. Proyectamos nuestras expectativas en ellos, frustrándonos cuando no encajan en lo que creemos que deberían ser.
Pero los demás no son obstáculos en nuestro crecimiento—son espejos. Reflejan lo que somos, lo que queremos y lo que no queremos. Nos muestran los patrones que nos moldean, no para que los juzguemos, sino para que los veamos.
El verdadero juego no es eliminar nuestros condicionamientos. Es observar nuestras reacciones ante el fracaso. Es notar hasta qué punto estamos atados a estos debería, como si nuestra paz y felicidad dependieran completamente de cumplirlos.
Y, sin embargo, hay una verdad esperando a ser descubierta:
Ser amado es ser amor.
Cuando realmente comprendemos esto, todo cambia.
Pero esta comprensión no se alcanza por la fuerza. No se trata de luchar contra las capas de condicionamiento ni de arrancarlas con esfuerzo. Se trata de observar con suavidad, de tener curiosidad, de permitir.
Vamos despojando las capas, no como un acto de lucha, sino como un juego de descubrimiento. Cada vez que vemos con más claridad, recordamos quiénes somos realmente, debajo de todo ese condicionamiento. Nos damos cuenta de que nuestra esencia nunca se ha perdido—solo ha estado cubierta por heridas, pensamientos y reacciones.
Y el proceso continúa, una y otra vez. No es una revelación única, sino una experiencia viva que se encuentra en este momento, en la presencia profunda.
Se trata de estar con lo que es, sin resistencia. O, si surge la resistencia, no resistirla, sino simplemente observarla.
La transformación no sucede por imposición. No es nuestra fuerza la que trae luz a la sombra. Es lo Divino quien transforma, en su propio tiempo, a su propia manera.
Es Dios quien sana. Co-creamos con lo Divino, no con esfuerzo, sino con rendición.
Cuando nos rendimos, nos alineamos con la inteligencia divina, con el gran despliegue de la existencia. Y en esa alineación, experimentamos algo mucho más grande que las expectativas de los debería—algo infinitamente vasto, infinitamente amoroso e infinitamente libre.
Este es el camino—no el de arreglar, no el del juicio, sino el de ver. No el de la lucha, sino el de la rendición. No el de buscar amor, sino el de recordar que somos amor.
Y cada vez que lo recordamos, volvemos a casa, a nosotros mismos.
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